(Alfa y Omega. Patricia Simón).
Ikram Idress busca mi mirada y se frota con la mano la barriga. Señala a sus tres hijos, que levantan unos pocos palmos del suelo, y repite el gesto universal para describir el crimen contra la humanidad más extendido e impune: el hambre. Entonces, rebusca entre los pliegues de la tela con la que cubre su cuerpo y saca una minúscula bolsa de plástico raído de la que extrae unos cartones ajados: son las tarjetas en las que trabajadores de la ONU inscribieron sus nombres como refugiados cuando, hace un mes, cruzaron la frontera de Chad huyendo de la guerra que sufre desde hace un año Sudán. A su alrededor, un mar de miles de mujeres, niños y niñas igualmente hambrientos se pierde en el horizonte. Esperan poder acceder a la carpa de toldo blanco en la que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) realiza su reparto mensual. Pero, por la falta de fondos, han pasado más de seis semanas desde la última distribución y la situación es desesperada entre los más de 140.000 refugiados sudaneses que sobreviven bajo tiendas construidas con telas y cañas en Adré. Esta población chadiana de 15.000 habitantes, colindante con la región sudanesa de Darfur, ha visto llegar a más de 600.000 personas desde que el 15 de abril de 2023 las Fuerzas Armadas de Sudán y el grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF por sus siglas en inglés) se declarasen la guerra. Chad tiene una población de menos de 18 millones de habitantes y es uno de los cinco países más pobres del mundo.