(Alfa y Omega. Julio Luis Martínez).
Hoy los impactos de la globalización y la digitalización están siendo tan grandes que la política es incapaz de hacer frente al desmoronamiento del contrato social y de las instituciones básicas sobre las que se han asentado la democracia liberal, la socialización y la estabilidad socio-política-económica durante décadas. La desafección ciudadana lleva a muchos a buscar espacios alternativos a los hasta ahora existentes. El auge de nacionalismos y populismos, al albur de la polarización y la posverdad, parece torpedear la construcción del espacio transnacional que nuestros antecesores europeos pusieron en marcha precisamente para superar la fatalidad de ambos ismos y eliminar la posibilidad de la terrible guerra, que hoy ha retornado a Europa y la tiene en tensión. En tal escenario, interesa mucho repensar la ciudadanía europea, como recientemente la Fundación Pablo VI hizo en una interesante jornada internacional.
Sin querer negar las grandes conquistas de desarrollo social y libertades de Europa, al mirar más allá de la superficie se puede descubrir en ella un estado de crisis, donde hay miedo, incertidumbre y desorientación. Algunos creen que Europa está haciendo frente gallardamente a duras crisis que no son suyas; yo pienso que ella misma está en crisis haciendo frente a crisis. Eso sí, como recuerda el Papa, la etimología de la palabra crisis no tiene solamente una connotación negativa de mal momento que hay que superar, sino que habla también de oportunidades que el discernimiento permite aprovechar a favor del bien posible.
La ambivalencia de Europa apunta en la dirección de un proyecto difícilmente sostenible por cuanto las sociedades europeas estarían viviendo de valores que ellas no solo no producen ni alimentan, sino que incluso destruyen, a pesar de depender de ellos. Podríamos decir que se malgastan energías construyendo por un lado lo que se destruye por el otro. Así sucede, por ejemplo, cuando se pide blindar constitucionalmente derechos como el aborto poniendo en segundo término el valor de la vida humana, o cuando aflora la incapacidad de dar una respuesta humana decente al drama de la inmigración en el Mediterráneo convertido en una gran tumba. No faltan contradicciones entre una retórica humanista y solidaria, por un lado, y las continuas quiebras de los derechos fundamentales por posturas cortoplacistas o intereses estrechos, por otro. Tampoco faltan proclamas a favor del pluralismo y el multiculturalismo, mientras que a la vez se ponen en marcha políticas y leyes que favorecen la exclusión de los símbolos religiosos en la vida pública, so capa de tolerancia y neutralidad. Por supuesto, no me refiero a símbolos religiosos que se usen con fines intolerantes o violentos, sino a aquellos que en la esfera pública construyen ciudadanía justa y libre, mirando por el bien común.